Como si fuera ayer, pareciera vérselo acompañado por su enfundado bandoneón camino la cita con su público. Rodeado del afecto y el respeto ganado por derecho propio y traducido a través de las notas surgidas de ese instrumento que fue su compañero de ruta. Un 9 de enero de 1991 se aquietaron las manos nerviosas que acariciaron el teclado marfilino de ese bandoneón al que en confidente susurro supo extraerle el contenido sin par del tango. Que con inconfundible estilo diferenciaba el son de otros notables ejecutantes como «Tito» Utello con su «fueye» cadenero o «Coco» Barbieri con su estilizado compás «orejero».
Siguiendo la huella que tiempo antes marcaran don José Pedone y don Antonio Barbieri, aquel pibe llamado José Antonio Fileccia enfilaba con sus tremulantes años rumbo al Conservatorio Fracassi para iniciar el aprendizaje en la ejecución del bandoneón.
El paso de los años lo convirtieron en un prolijo intérprete de ese instrumento considerado el alma del tango y dar vida a la formación de la orquesta «Los Zorros Grises», distintivo que lo acompañó hasta el final de sus días.
Estudioso, con esa meticulosidad que requiere toda actividad artística y propietario de un talento inigualable, «Chepo» dedicó su vida al arte musical. «Mi bandoneón y yo crecimos juntos…», sentenciaría en su momento Rubén Juárez, frase que calza en toda su medida para este actor de la música nuevejuliense que, con pantalones cortos, comenzaba a desandar el camino elegido.
Escenarios de la ciudad y la zona conocieron y aplaudieron la musica-lidad de este conjunto que recreaba sus horas en reuniones sociales bailables de instituciones locales y en el viejo palco del desaparecido Plaza Hotel.
El gran sueño quedó plasmado en 1978 cuando «Los Zorros Grises» grabaron su primer larga duración bajo el rótulo de «Nuestro Tiempo de Tango y Ciudad» al que sucedería poco tiempo después otra placa: «Ahí va el Dulce».
Los reductos de «El Rancho de Polo», donde incluso desfilaron las más estelares figuras vocales ciudadanas de ese tiempo y más tarde «Rincón Mayor», configuraron la esencia bohemia de ese apretado núcleo de amigos que sigue conservando la misma esencia, y en cuyas noches quedaron guardados recuerdos imborrables.
A pesar de su gran vocación musical, creativo y a la vez exigente, «Chepo» compuso solamente una música de tango que llevó al disco con letra del escriba titulado «Te Regalo un Adiós», que cuenta con registro en SADAIC.
Impenitente estudioso de la forma musical, no dejaba nada librado al azar. Riguroso consigo mismo, «Chepo» era el firme director de orquesta. Admirador de Aníbal Troilo. quedan como testimonios instrumentales sus registros de «Quejas de Bandoneón», «Danzarín» y «La Trampera», obras en las que imprimía su sello de sólida formación artística.
Su calendario de vida alcanzó solamente 55 años, cuando aun por su mente revoloteaban muchos sueños, que se habían amalgamado en la «Cueva de Manzi», su bautizado reducto tanguero y confesionario a la vez en la vieja esquina de Entre Ríos y Río Paraná.
Su adiós físico dejó inconclusas muchas partituras, a la vez que instaló el fiero aguijón del dolor en el corazón de sus amigos. Aquel 9 de enero de hace 25 años enlutó musicalmente el tango nuevejuliense. Se había marchado el «troesma» del bandoneón, abandonando el escenario de sus grandes noches. Hoy, a la distancia, corresponde rescatar su memoria y volcarlo con verdadera unción de amistad en el lugar que le perteneció por derecho propio, porque «Chepo» Fileccia seguirá ocupando el sitial jamás abandonado, aunque su bandoneón, hoy silencioso, guarde entre sus fuelles una lágrima rebelde al no contemplar la caricia de la mano amiga que lo abrigó durante tantos años. «En tu teclado gris guardo escondida / hermano bandoneón toda mi vida…». Como si el eterno Homero desde otro rincón celeste le entregara sus versos para acompañar tanta pasión de «Chepo» por su compañero del alma.
«Pirulo» Distéfano, un jilguero de barrio
«… Y el alma del suburbio se quedará sin voz», rezaría Homero Manzi en una de sus tantas creaciones que ya forman parte de la antología del tango. Y el paso de los años recreó para los nuevejulienses aquel renglón evocativo con tintes de marcado dolor.
El ámbito de la ciudad que lo vio caminar casi con desparpajo, con una sonrisa a flor de labios y un tango pegado en los labios con silbo de jilguero, se impactó con la noticia una mañana de aquel primaveral diciembre. Si se exhumara el pensamiento del «Negro» Cele, seguro que quedaría grabado con cincel poético el parafraseo de su reverencia póstuma como tributo a la lejana tragedia de Medellín, y volcarlo a este presente y decir: «Se murió «Pirulo» / la tragedia es tanta / que aterra y espanta / cobarde y brutal…».
Gilberto Distéfano fue un clásico personaje de la noche nuevejuliense, más allá de sus días de botija en los que el deporte lo tuvo como entusiasta protagonista, ya sea en fútbol, como en boxeo o ciclismo. Era la ficha Nº 1 de la Liga Nuevejuliense de Fútbol, cuando con edad mocosa defendía los colores de Atlético 9 de Julio y pasar luego a las huestes de San Martín, en cuyos planteles ofició más tarde de masajista.
Pero la vida le tenía reservado otro norte, en esa misma dirección que antes había encaminado los pasos el inolvidable «Aparato». Y el canto nació fluido en su garganta, con distinguido color de voz y un decir espontáneo con rasgos de sentimentalismo suburbano.
«Pirulo» aprendió a caminar cuando 9 de Julio mostraba andurriales y el pavimento quedaba reservado para el centro. Conoció el baldío, el potrero y los boliches. Era el pibe de barrio que se quedó en el barrio. El jilguero que acercaba su canto en viejos escenarios que fueron modelando su imagen de cantor y convertirse en figura popular, tan popular, que la noche tanguera no era noche sin la presencia de «Pirulo».
Había elegido el oficio de pintor, siempre con un silbo pegado a sus labios y un fraseo de tango para acompañar su tarea. Era la ternura hecha hombre sin perder su candor de purrete y disfrutar con los amigos un desgranar de horas volcadas entre su canto bolichero y una copa mansa acompañando su sentir de vida.
Integró formaciones orquestales en diferentes tiempos, siendo la típica «Los Zorros Grises» donde alcanzó su más rutilante expresión en los viejos palcos del Club Libertad y otros salones de entidades nuevejulienses, cuando el tango era la cita obligada de cada reunión bailable compartiendo cartel con la música sincopada.
Jamás hubo una negativa de su parte para entregar su desinteresada colaboración a instituciones benéficas, que festival mediante, realizaban espectáculos populares que permitieran engrosar sus arcas para cumplir con el cometido trazado.
No hubo palco en el que no estuviera presente y no hubo boliche que no supiera de su paso. Era el cantor carismático por excelencia, no podría decirse si fue el mejor, pero sí el de mayor convocatoria. Cada encuentro, sin «Pirulo», se mostraba distinto, como si le faltara el ángel que acompañara sus horas. En cambio, con su presencia, esa misma reunión vestía otras galas, con esencia de esquina y alma de barrio.
Y el público que llegó a idolatrarlo y responder con fervor a su mensaje tanguero. Conocedor de innumerables letras de la música ciudadana y dotado de una prodigiosa memoria, dejaba su canto tanto con acompañamiento musical como a «capella», le significaba lo mismo, lo importante era desgranar los temas que sentía. Como testimonio quedan registros imborrables como «Un boliche», «Mi dolor», «Desorientado», «Estrella», «No tengo la culpa», «Tres esperanzas», «Trasnochando» y el vals «Realidad», entre sus más destacadas creaciones.
Escenarios de la zona, en los cuales el escriba -en calidad de presentador de la orquesta- tuvo oportunidad de compartir con él numerosas actuaciones, ya sea en Carlos Casares, Ordoqui, Cadret, Pehuajó y Trenque Lauquen, por citar algunos lugares. En todos ellos arrancaba aplausos y donde los bailarines, incluso, se pegaban al palco para escuchar su voz, marginando el compás bailable.
«Pirulo» fue un poco de todos. Hermano, amigo, compinche, contertulio, bohemio por derecho propio y barajó estaños entre copas confidentes y parroquianos de todas las edades.
Su calendario de vida se extinguió a los 72 años y aun, en su postrer lecho que marcaría pocas después su adiós definitivo, tuvo fuerzas para esbozar un tango. Ese tango que se iba con él, aferrado a su voz y pegado a su alma.
Gilberto Distéfano integra hoy desde el inmaculado celeste, la gran orquesta que componen otros entrañables amigos que partieron antes, dejando en este solar el vacío de una ausencia que será muy difícil de cubrir. Se lo extrañará en cada noche, en cada día, cuando un «fueye» alargue su rezongo o una guitarra temple sus cuerdas tangueras. Fue artífice de su propio destino y para el tango no pudo sucederle una cosa más linda que atrapar su voz y su sincero sentimiento, sin hacerse esperar cuando un pedido amigo le solicitaba «cantáte algo, «Pirulo».
Nada mejor, en este recuadro a su memoria, que una frase dejada por el «Turco» Strevezza a pocas horas de conocerse su deserción física: «Debemos recordarlo con alegría, no sentirnos tristes, porque «Pirulo» no ha muerto, se fue de gira a recorrer el mundo para entregarle su canto».
Le sacaron lustre a los salones
Décadas imborrables para el compás del 2 x 4. De salones emperi-follados y de Romerías populares. El ’40 y el ’50 dejaron huellas indelebles en el sentimiento popular. Bailarines de punta y taco que lucieron su arte en diversos escenarios, de los cuales algunos reserva el tiempo y otros se marcharon junto a la piqueta del progreso.
Tiempos de elegancia bailable que contenían la habilidad del compás en las figuras de «Yoryo» Traverso, Miguel Angel Buldain y Salas, bailarines de punta y taco, estilizados representantes del más genuino paso de tango.
Orquestas que marcaron toda una época y cantores de barrio que dejaron su acento en los reductos del centro. Todo forma parte de un collage de recuerdos.
El Salón Blanco del Palacio Municipal y el Plaza Hotel también se engalanaron con la presencia de formaciones musicales y los clubes de barrio abrían sus escenarios para que en su entarimado desgranaran su arte músicos y vocalistas y presentadores con el el rótulo de «spiker» le daban señorío a cada encuentro.
La Típica «Fénix», el Quinteto «Romance», «Los Zorros Grises», la Típica «9 de Julio», «Los Caballeros del Tango», la Típica «Boedo», Trío «Vanguardia», Trío «Sans Souci» y Cuarteto «Callejón», fueron algunas de las formaciones orquestales que desfilaron por el tiempo nuevejuliense, dejando cada una de ellas un sello inconfundible de estilo y de compás. Y voces que se tornaron familiares como las de Angelito Bustamante, Jorge Omar, Ernesto Vieta, Tito Bianchi, Jorge Fredes, Edgar Utello, Rubén Lombardo, Héctor Alvarez Durán, Gilberto Distéfano, Hugo Alcides, Carlos Andreu, Ricardo Martín, Roberto Videla, «Bocha» Farías, José Luis Naudín y Raúl García, entre otros.
Reuniones bailables que se fueron diluyendo lentamente a medida que los locales fueron apagando sus luces y se entornaban las puertas de un tiempo muy diferente al de hoy.
Al conjuro del quehacer lugareño, la presencia de orquestas de reconocido renombre recalaban por la ciudad, sobresaliendo en este aspecto el Club Centro Empleados de Comercio, que durante años alimentó el espíritu tanguero con la presentación de formaciones tales como la de Rodolfo Biagi, Juan Sánchez Gorio, José Basso, Leopoldo Federico, Francini y Pontier, Héctor Varela, Horacio Salgán, Osvaldo Pugliese y Aníbal Troilo, entre esa pléyade exclusiva que captaba la atención del público y rebotaba en aplausos cada encuentro. Voces que siguen siendo patrimonio del pueblo como las de Alberto Morán, Alberto Castillo, Luis Mendoza, Oscar Ferrari, Jorge Ortíz, Carlos Saavedra, Hugo Duval, Roberto Goyene- che, Julio Sosa, Floreal Ruiz, Alfredo Belusi, Angel Díaz, Argentino Ledesma, Rodolfo Lesica, Julio Fontana, Juan Carlos Cobos, Jorge Maciel, Roberto Rufino, Horacio Casares y tantos otros, que deleitaron a una platea que reconocía el arte vocal.
Palcos tangueros
La identidad tanguera de 9 de Julio tiene aristas imborrables y auténtica- mente definidas.
Que no sólo se ambien- taron en escenarios locales sino que trascendieron la frontera común de la comarca y se instalaron en otros ámbitos de repercusión nacional.
Ejemplos como el de Jorge Omar, que no era otro que Manuel Ormaechea, que integró aquella inolvidable formación de Francisco Lomuto, o el de Osvaldo Ticera, que se incorporó a la orquesta de un joven adelantado y talentoso pianista llamado Osmar Maderna, o el de Ernesto Vieta, que en calidad de vocalista dejaba lo suyo por Radio Libertad en tiempos tangueros de Alejandro Romay, o Julio Fontana que rutiló en la orquesta de Juan Sán- chez Gorio, o Angelito Bustamante como voz de la Orquesta de la Argentinidad dirigida por Lorenzo Barbero, o Héctor Alvarez Durán, que ganó los escenarios porteños.
La ciudad se recreó desde siempre con compases ciudadanos, desde el tiempo de José Pedone, del patriarcal reducto de El Hogar de la Radio, con el impulso de los hermanos Testa, de los palcos inolvidables del Prado Español, el Plaza Hotel, Centro Empleados de Comercio, el Club Libertad, Atlético 9 de Julio, el Teatro Rossini o el mismísimo Salón Blanco del Palacio Municipal.
Muchachos que tenían vocación musical y vocal se daban en agrupaciones típicas, que ganaron no solamente el espacio del solar natal sino otros ambientes de la zona, que reconocieron desde siempre la calidad interpretativa de la música suburbana.
Junto a ellos, bailarines de punta y taco como «Yoryo» Traverso o el «Flaco» Buldain o «Salitas», que gastaban las baldosas de la pista descubierta del Prado Español, en días de pleno apogeo de Alberto Castillo o el mismísimo Plaza Hotel y en el caso de «Yoryo» en el lustroso piso embaldosado blanco y negro del emblemático «Tabarís».
Formaciones como la típica «Romance», bajo la batuta de Jorge Omar o la Típica «Fénix» al conjuro del violinista Atilio Giannoni, «Los Caballeros del Tango», «Los Románticos del Tango», «Los Zorros Grises», la Típica «Boedo», la Típica «9 de Julio», Trío «Vanguardia» y más cercano en el tiempo Trío «Sans Souci» y Cuarteto «Callejón», fueron expresiones mayúsculas para una ciudad con acento de tango y un público devoto, infaltable en cada una de sus presentaciones, esbozaron un collage inolvidable de cientos de noches nuevejulienses, alargadas entre tragos amigos y sentimiento de barra.
Voces como las Jorge Omar, «Tito» Bianchi, Edgar Utello, Rubén Lombardo, Angel Bustamante, Jorge Fredes, Gilberto Distéfano y José Belardo daban vida a través del micrófono a las letras de tango con definido estilo. Presencias a las que se sumarían Hugo Alcides, Ricardo Martín, Roberto Videla y Rubén «Bocha» Farías, entre los surgientes valores de una nueva época tanguera.
Músicos con reconocida capacidad instrumental conformaron los atriles de aquellas agrupaciones que ganaron los escenarios nuevos de «El Rancho de Polo», «Viejo Discepolín» o «Rincón Mayor», y más tarde «La Escalera», que a su turno refugiaron voces consagradas del pentagrama porteño como las de Roberto Goyeneche, Jorge Valdez, Alberto Castillo, Alfredo Belusi, Rodolfo Lesica, Floreal Ruiz, Alberto Echagüe,Horacio Casares, entre otros reconocidos astros de la canción popular, sumándose la orquesta típica del albertino Roberto Prando junto a las voces de Horacio Castel y Mario del Mar.
El manto de los años fue cubriendo de recuerdos aquellos días. La clásica fila de bandoneones y violines, junto al piano y contrabajo fue dejando paso a formaciones más reducidas, pero con el talento intacto de sus protagonistas.
Pasaron aquellas noches de Centro Empleados de Comercio, verdadera cita de honor para asistir a las presentaciones de Rodolfo Biagi, Osvaldo Pugliese, Juan Sánchez Gorio, Héctor Varela, José Basso, Francini y Pontier, Leopoldo Federico, que arrimaban las voces de Hugo Duval, Alberto Morán, Juan Carlos Cobos, Luis Mendoza, Julio Fontana, Osvaldo Bazán, Floreal Ruiz, Argentino Ledesma, Oscar Ferrari y Julio Sosa.
Se fueron despidiendo de los escenarios figuras amigas y el tiempo nuevo solo deja en la retina al otro tiempo que pasó. La presencia de bailarines de punta y taco se fue con aquellos años. Los salones tangueros entornaron sus puertas. Solo habitan los duendes de viejas noches y el recreo de alguna foto gastada que sirve como auténtica credencial para el recreo visual pleno de nostalgia.
Cuando al pasar por el frente de aquellos reductos donde la profesionalidad y el ritmo de una orquesta comulgaban a diario, pareciera que desde su interior surgieran las notas de un tango, como invitando a curiosear desde la mirilla del recuerdo, noches con acento de barrio en la «calavereada» madrugada con fraseos de amistad.
Fuente:
* Tomado del libro «Pinceladas de vida», por Julio Guerriere.