En la jornada del domingo, los nuevejulienses, como todos los argentinos, volveremos a participar de los comicios en los cuales se elegirán, en una primera instancia, las autoridades nacionales, provinciales y municipales. Sin dudas, se vuelve a repetir, con la frecuencia establecida por la legislación, el acto cívico más importante de la democracia.
Los nuevejulienses nos preparamos para participar de una verdadera fiesta de la democracia. Pero, vale decirlo, no siempre se vivió en 9 de Julio un clima de tranquilidad en los actos eleccionarios. Por el contrario, existieron épocas en que el terror ganabas las calles de la ciudad en los días previos o durante los comicios. Tanto así que, en muchas ocasiones, mujeres y niños evitaban salir a la calle el domingo en que se elegían las autoridades, para evitar ser victima de un tiroteo o verse inmiscuido en una gresca entre rivales políticos, que eran muy frecuente en esas horas.
EL CONTEXTO
Una de las elecciones más “bravas” ocurrida en la historia de 9 de Julio ocurrió en 1886. Tal como lo afirma el historiador nuevejuliense Buenaventura Vita, “cuando se acercaba la fecha en que debía realizarse una de esas elecciones que, en la jerga política se motejaban como ‘bravas’, el vecindario vivía días de temor y sobresalto, por los hechos de sangre que se solían producir, poniendo en peligro a veces la vida de pacíficos y tranquilos vecinos”.
Es menester recordar que, en esa época, la población urbana y alfabeta, era la mínima parte, siendo esta la única que, en parte, se enteraba de las noticias, por los pocos diarios que llegaban de Buenos Aires (entonces eran raros los suscriptores a la prensa), el resto era población rural. Algunos estancieros sabían leer y escribir, el resto de ellos también eran analfabetos.
En el sector rural aún formaba parte de la dispersa población el gaucho, algunos de los cuales eran aún matreros. Todavía el alambrado que, con sus divisiones, nos ha hecho notar más las desigualdades de fortuna, y que ha resultado un medio civilizador, al poner una valla artificial al indómito corcel, cabalgado por el centauro nómade o casi nómade, que quedó como casi señor de esta pampa, una vez extirpado el aborigen, no había aún formado esa red.
El trabajo era aún poco conocido en el campo. La agricultura recién empezaba a ser conocida por una parte de ellos, la carne su alimento principal aún abundaba, pues una vaca o una oveja no representaba nada el sacrificarlo, relativamente era muy poco su valor. Aún había entre esas gentes quienes nunca habían probado el pan para alimentarse.
Este era el pueblo que aparentaba elegir a las personas que debían actuar en el gobierno, pues no era él el que verdaderamente lo hacía. El noventa por ciento de ellos depositaba la boleta al votar, sin saber quien era el candidato por quien lo hacía, puesto que ni de oído lo conocía. Lo único que sabían era que el estanciero tal, o el caudillo tal, la gente de quien decía pertenecer, lo mandaba votar con esa boleta, y así lo hacía porque el caudillo o estanciero era el Juez o alcalde única autoridad que conocía en sus pagos.
Estos ciudadanos en casi su totalidad, no sabían leer ni escribir y de patria no conocían más que el vocablo, y el sentimiento ardiente y generoso por sus símbolos, la bandera, el escudo y el himno, que los llevaba a dar con placer la vida en su defensa. Para ellos no existía ni buen gobierno ni mal gobierno, ni quienes eran los que formaban el gobierno.
Esa población analfabeta o semianalfabeta, conocían apenas a las autoridades locales, la del alcalde o teniente alcalde del pago; al sargento y a los soldados de la partida de policía, vulgarmente llamados entonces “policianos”, que eran emblema de autoridad.
Estos agentes de policía eran quienes, asimismo, debían garantizar el desarrollo de los comicios. Vestidos con quepí y chaqueta azul, con una hilera de botones dorados y un cinturón de cuero del que colgaba el largo sable de latón, su sola presencia era símbolo de autoridad (una autoridad que, generalmente, era comprada por el político más influyente del pueblo). Como el sable les llegada casi hasta el talón, cuando iban a pie, el caminar acompasado y el golpe de la punta del latón sobre el piso, generaba un ruido que les daba una especie de aire de solemnidad.
LOS DIAS PREVIOS A LA ELECCION
Desde días antes de la fecha de la elección, el Juez de Paz, se encargaba, cuando había oposición del gobierno, de avisar a los alcaldes y estos a los estancieros amigos de preparar las gentes.
Al atardecer del día, víspera de la elección, ya se veían por los caminos, que aún tenían las huellas bien pronunciadas dentro del tapizado del pasto puna y demás vegetación, las polvaredas que levantaban las gentes que, en grupos más o menos grandes, venían según el paraje de donde eran: del Fuerte General Paz, del Séptimo, de la Avanzada, del Hinojo, de los Espartillares o de Los Toldos, entre otros. Esas personas llegaban convocadas por los caudillos políticos.
Esa columna humana y de caballos ingresaba al pueblo por las calles principales. Arribaban gauchos que venían montados con caballo de tiro para repuesto. Con estampa gallarda se apreciaba, formando parte del improvisado desfile, el alcalde del paraje o, si eran de la oposición, el estanciero (o el mayordomo) de la estancia o zona a la que pertenecía la gente. Cerrando la columna iba algún carro, carricoche, o volanta, trayendo a los que no podían montar, y a los patrones también.
Durante el camino y a su entrada triunfal al pueblo en el ocaso del día, y en su paseo alrededor de la Plaza General Belgrano, pasando frente a la Casa Municipal, se daban las vivas al Juez de Paz y al alcalde del cuartel al que pertenecían los desfilan- tes, si eran oficialistas. Si eran de la oposición, victoreaban el nombre del caudillo opositor que los traía.
En realidad, en la población que se preciaba de civilizada, tales huéspedes causaba impresión desagradable. Esa noche los comercios cerraban al toque de oración, haciendo lo mismo las familias vecinas, cuidando de cerrar sus zaguanes bien y seguro.
LOS COMITES
Terminado el desfile, eran llevados a los comités habilitados al efecto. Cabe recordar que, por esos años, a los comités o centros partidarios, se los denominada “corralones”.
En esos “corralones” había pasto para caballos y carne con cuero en el asador. En los fogones preparados para ese objeto, no faltaba la pipa de vino carlón o las damajuanas de caña rebajada, para tonificar los nervios de los clásicos electores.
En el patio, además de los fogones, se preparaban varias canchas de tabas, diversión en que a veces a más de jugarse las pilchas que traían, también se jugaban las cabalgaduras. Más aún, no faltaba quien después de la elección para regresar a sus pagos debía pedir un préstamo por haberse jugado su dinero a la taba en el comité.
Desde la llegada de los votantes a los comité, ya se instalaban en ellos las mujeres jóvenes, sebadoras de mate amargo y las pasteleras, con sus pasteles, empanadas criollas. En el pueblo, en aquellos años, fue la más popular la paisana Doña Juliana, “La Santiagueña”.
En el interior del galpón o de las piezas que formaban parte del comité, se veían extendidos aperos, recados y las mantas que servirían de improvisada cama para quienes pasarían la noche previa a la elección en ese lugar. Por supuesto, algunos preferían no dormir y pasaban las horas nocturas en una de las canchas de taba, alumbrados por el fuego de los fogones, reaviva dos con ese objeto, de cuando en cuando, o jugando al monte.
Muy a menudo por diferencias de juego, o mal querencia anterior, revividas por el fulgente licor, terminaban con un entrevero en que los facones hacían algunos tiritos de esgrima. No era extraño que, luego de esa noche, el funebrero o el enterrador deban actuar en su oficio.
EL DIA DE LA ELECCION
Las primeras horas del día de la elección estaban destinadas a preparar la gente en los comités, donde ya se tenían dispuestas las boletas para el voto. Como éste era público, con el nombre del votante atrás de ella, se copiaba el padrón correspondiente, omitiendo alguna vez los nombres de los reconocidos como opositores.
A las 8 de la mañana, comenzaban los comicios en el atrio de la parroquia (hoy Catedral). Se formaban de tantas mesas dividiendo proporcionalmente el padrón de acuerdo con la ley de la materia, formada cada una de ella por los escrutadores que fijaba la misma. La mesa era compuesta por el presidente respectivo y los vocales. Generalmente, la suerte beneficiaba a la autoridad reinante, pues en el sorteo casi la totalidad de ellos terminaban siendo del color político de la lista oficial.
Abierta la elección a las 9 horas, la primera discusión que se planteaba entre los representantes de las fracciones en lucha y el presidente “del comicio”, era sobre a cual de ellos le correspondía hacer votar al primer grupo, que generalmente se componía de dos o tres votantes por cada mesa que funcionaba. La fracción que conseguía esa ventaja llevaba la delantera de tantos votos como cantidad de votantes formaba el grupo.
Los votantes se acercaban a la elección en grupos de dos, capitaneados siempre por un caudillo o caudillejo de segundo o tercer orden. Hasta que no hubiera votado el turno contrario, que se encontraba en el atrio, no se podían entrar.
No habiendo otra novedad así se desarrollaba la elección hasta las 4 de la tarde, hora en que cerraba el acto eleccionario para efectuar el escrutinio. Aquí se desarrollaba el fraude, pues los responsables del escrutinio hacían figurar muchas veces en las actas, a pesar de las protestas verbales de los fiscales opositores, los resultados que convenían a los mismos.
A menudo durante las elecciones, se sucedían escenas pintorescas. Por ejemplo, el hacer votar a los muertos. Buenaventura Vita, en su libro, recoge el siguiente diálogo, producido en la mesa de votación, en 1886:
Un vecino se acercaba a la mesa de votación. El presidente le preguntó:
– ¿Cómo se llama usted?, ¿edad?, ¿en qué mesa debe votar.
– Soy Lisandro Rebollo, 30 años en la 2ª.
Después de examinar el documento que llevaba, el presidente le dice:
– Usted está equivocado, esta es la boleta de Don Cándido Luciérnaga, que murió la semana pasada.
Consternado, el votante le responde:
– Yo no sé, a mi me la dio en el corralón Don Nicolás.
Al ver esto el caudillo que lo acompañaba, le dice al presidente de mesa, que era su amigo:
– No, mi amigo, pero no ve que el votante está mamao. Se ha olvidado cómo se llama.
De esta forma, si faltaban votos oficialistas, a cierta hora, se hacía desfilar varias veces a los mismos votantes, con la identidad de gente que había muerto.
LOS HERIDOS EN LA ELECCION DE 1886
Como se dijo, al atardecer del día anterior a la elección, hicieron su entrada en el pueblo los diferentes grupos de gentes reclutados en la campaña del Partido, haciéndolo por la avenida Montevideo (hoy Bartolomé Mitre) entre otras, los vecinos de Pehuajó y cuarteles cercanos, encabezados entre ellos por el alcalde del cuartel 6º, Antonio Azcona. Al llegar a la intersección de Montevideo y Córdoba (hoy calle Robbio) doblaron por ésta, en dirección a la avenida Buenos Aires (hoy San Martín), pasando por frente a la comisaría.
Al llegar a la esquina de las actuales Robbio y San Martín, donde se encontraba el comité opositor, se detuvieron frente al edificio, con porte desafiante, dando gritos y vivas provocantes para los adversarios.
Desde el interior de comité les respondieron. Como consecuencia de ello, los agresores efectuaron una descarga de tiros de revolver y pistola contra el comité, perforando una puerta, yendo a herir en una pierna al presidente de ese comité, Primitivo Madruga.
Como la policía respondía a la fracción política de los agresores, como primera y única providencia arrestó al herido y demás personas que se encontraban en el interior del comité. A ellos se los acusó de provocadores y a los agresores se los dejó seguir adelante, en libertad.
Al día siguiente, día del acto electoral seguían presos los principales dirigentes, que se encontraban en el local del comité, en la tarde anterior.
GENTE ARMADA
No fue lo único singular de aquella elección. A primera hora del día en que se llevaban a cabo los comicios, sobre el techo del local de don Francisco Vita que se encontraba en la esquina de Mitre y Libertad (donde hoy se encuentra una heladería) y en la esquina de enfrente, en la confitería de Valerga (donde hoy se encuentra el Banco de la Provincia), se ubicaron grupos de vecinos armados. También, se ubicaron personas con armas de fuego en los techos del edificio ubicado en la esquina de San Martín y Libertad (donde actualmente se encuentra la filial del Banco Credicoop).
Esos tres cantones armados debían asegurar que, a toda costa, en ese acto electoral triunfara el sector político liderado por el caudillo Nicolás L. Robbio, bajo cuyos dominios se encontraba la policía que, un día antes, había arrestado a los líderes de la oposición.
Luego de esa elección tan particular, Robbio, resultará beneficiado con una banca de diputado provincial.