Soliloquios de un memorioso

La Panadería de Font

Podría haberse llamado «El Globo» o «El Molino» pero para los convecinos era «la panadería de Font», dicho así objetiva y afectuosamente.
Ya se sabe que en ella trabajaron durante muchos años Don Juan y sus hijos Juan (El gordo) y José (Pepe).
Era una panadería típica sin pretensiones de confitería, pero todo se hacía bien, excelentemente bien. Sus productos esenciales, salvo, ocasionales variantes, eran pan francés, galletas, trinchas, algunos bizcochitos y los llamativos «cuernitos».
Varias veces entré en lo que en la jerga se llama «la cuadra» y allí veía ese concierto de harinas, grandes volúmenes de masa, las amasadoras trabajando y el horno refulgente. Se encontraban esos protagonistas mencionados con sus higiénicos ropajes blancos y ligeros dada la temperatura del fuego cercano. A hora temprana ya estaban casi listos los primeros productos, propios de un esfuerzo comenzado en otro de los tantos madrugones que ya les eran habituales como forma de vida y trabajo.
Todo esto pude conocerlo porque iba diariamente a comprar pero también casi todas las mañanas en las que estudiábamos juntos alguna materia con el hijo de Pepe, el más tarde Dr. José Luis Font (Pelusa, por entonces) de la parte en que fuimos compañeros de bachillerato. Querido y entrañable amigo de toda la vida. Cursábamos el secundario y repasábamos las lecciones ordenadas, hasta que María (la madre) notaba que era más lo que charlábamos que lo que estudiábamos y nos encarrilaba con amable rigor.
En este relato me reservé un momento especial y es para referirme ahora a la aparición del producto estrella de la panadería: las tortas negras.
A cierta hora de la mañana y mientras estudiábamos en el escritorio de la panadería se oía el abrir y cerrar de las puertas en una vitrina muy alta que estaba detrás del mostrador. Era el momento en el que don Juan (el Abuelo) colocaba las fuentes con las tortas negras recién salidas del horno, todavía muy calientes y con el azúcar negra casi acaramelada en los bordes. Rápidamente acudíamos a rescatarlas para nuestro goce alimen- tario.
Muchas veces y en distintos ámbitos y tiempos hice alusión a estas delicias de las que tengo un recuerdo imborrable y para las cuales nunca encontré que pudieran superarlas. Varias veces compré y las llevé de regalo a quienes habían escuchado mis comentarios al respecto.
La memoria sobre lo dicho hasta aquí se amplia y acumula recuerdos asociados.
Lo recuerdo a Pepe, que fue al que más traté, como un trabajador infatigable de todos los días y en esa vida de horarios a contramano.
Lo veo «trajeado» en los domingos ir a almorzar a la casa de su suegra, como única distracción semanal y volver con María a media tarde ya que había que pensar en el próximo «madrugón».
A todo esto que expreso con especial sentimiento debo sumar mi singular cariño por «Pelusa» Font , gran amigo de toda la vida, excelente médico cirujano quien el día antes de que le practicaran la última operación sobre su largo mal me llamó y dijo que la venía estudiando desde hacía tiempo y que se jugaba la única alternativa: vida o muerte.
No estaba en el país cuando murió y antes de viajar quise verlo pero me dijo que charlaríamos cuando volviera, él y yo sabíamos que eso no iba a ocurrir.
Supe que lo cremaron y que sus cenizas se dispersaron en el autódromo donde todavía con pretensiones de Formula 1 seguirá soñando y en carrera con su antiguo Citroen. Valgan estas simples palabras para recordarlo con mi unión en el afecto extensivo a sus familiares, Celia y sus hijas Luz y Victoria.
Repito, sobre la base de un recuerdo se hace una suma y gracias por poder hacerlo.
EL MEMORIOSO

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