Réquiem para despedir a un maestro

Para muchos, la noticia del fallecimiento del Doctor Roberto Bérgamo fue inesperada, tan fortuita, inusitada, imposible. Lo inesperadamente fatal, aquello impredecible, causa la ineludible sensación de estupor, la disminución en la facultad de comprender aquello que se presenta ante los ojos, la realidad de que, Roberto, ya no estaría con nosotros.

Deseo despedirle hoy, no solamente como el médico que fue en mi infancia, sino también como el maestro de violín que tuve en la adultez; cuando él se había  acogido a los beneficios de la jubilación  halló tiempo para transmitir con gran amor y dedicación las enseñanzas que había recibido de su maestro.

De su madre había adquirido, cual valioso legado, el amor por la música. Junto a su hermano mayor, que tocaba el piano, Roberto amenizaba las primeras horas de la tarde de los domingos, en el hogar paterno, después del almuerzo.

Aldo Tonini fue su maestro, quien le transmitió no solamente la técnica en la ejecución del violín, sino también la riqueza de esa sucesión tan maravillosa, la escuela de tres  eminentes maestros: Enrico Polo,  Joseph Joachim y  Félix Mendelssohn. Verle y oírle a Roberto ejecutar el violín, era entrar un poco en ese vergel sagrado y resplandeciente que sigue vivo a través de ellos.

Roberto Bérgamo, asimismo, fue un precoz concertista de violín. Impulsado por su profesor, brindó conciertos en la ciudad de Buenos Aires y, tras la muerte de aquel, la pianista María Luisa Messina, su viuda, le requirió en la formación de la Fundación Musical que llevó el nombre del eximio Tonini.

He querido recordarle junto a su maestro Tonini, aquel que le enseñó a tocar el violín y, al mismo tiempo, le transmitió las más profundas lecciones de vida. Cuando se graduó como médico, su viejo maestro puso en sus manos uno de sus tesoros más preciados: la medalla que el gran Toscanini le había obsequiado cuando era miembro de su memorable orquesta. Este era no solamente el símbolo de un recuerdo, para Roberto, sino sobre todo del gesto de un afecto entrañable.  Cierta vez, cuando me mostró la medalla de su maestro, sus ojos se llenaron de lágrimas. Tantos años habían transcurridos y tan vivo era el recuerdo.

Quizá, de todas las cualidades que heredó de su maestro Tonini, la más perceptible en Roberto fue la generosidad. Esta virtud le distinguió a lo largo de su vida, junto con aquellas que ciñó en el ejercicio de su profesión: bondad, humanidad, cortesía, probidad. Su integridad moral de hombre  justo y cabal le ennobleció y le ha distinguido entre quienes le conocimos.

Roberto fue, al mismo tiempo, maestro en la música y también en la vida. Su espíritu refinado por el arte se amalgamaba con el del médico, formado en la ciencia de curar. Así, hubo espacio en su vida para abrazar ambas vocaciones.

Fue, Roberto Bérgamo, mi profesor de violín. Así, en la simpleza de estas palabras he querido despedirle. Él hubiera deseado que, al hacerlo, evoque también a su viejo maestro.

He pensado ayer, luego de conocer la tristísima noticia de su fallecimiento, en las palabras de Robert Browning,  en su versión del Agamenón de Esquilo, en uno de los fragmentos más maravillosos que se haya escrito en la literatura. Roberto, para muchos nuestro antiguo médico, para otros, nuestro maestro de violín, ya descansa junto a Dios. Porque Dios, en su infinita bondad, acoge con dulzura el alma de un noble maestro.

Héctor José Iaconis

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